lunes, 4 de enero de 2010

DIENTES Y GILIPOLLAS

Casi se me atragantan las lentejas. Las estaba saboreando y mojando pan, cuando he visto en el telediario algo asombroso. Un dentista se ha declarado "experto en sonrisas" y, lo peor de todo, ¡ha hecho negocio de ello! Su trabajo consiste en coger al paciente y fotografiarlo (la boca, claro), realizar una simulación con varias sonrisas, dientes y blancuras y, por último, cobrar 30.000 euros (después de instalar la nueva sonrisa, se entiende). Aparecía también una mujer, de unos treinta, con una boca si no perfecta aceptable, diciendo que quiere cambiar de sonrisa porque "tiene un colmillo salido". Media España le ha debido de ver el colmillo y espero que la mitad de la mitad, aunque es mucho suponer, haya pensado que es imbécil. Sí,sí, idiota del culo. El colmillo no era perfecto, es cierto, pero no desentonaba con su cara ni con sus labios, era un colmillo imperfecto y nada más. Pero, demonios, ¿qué somos sino imperfección? Además, creo que le iba bien esa salida de tono de colmillo, le daba un aire gracioso y despistado. Esta mujer tiene del todo desviado el ideal de belleza, por no hablar de su capacidad intelectual, que debe ser como la de un pato (mareado). Para sostener mejor esta tesis, baste decir que la mayor demanda de tipo de sonrisas tiene que ver con la imagen que los actores americanos proyectan; también las modelos o los futbolistas. Está bien cuidarse un poco (yo tendré que empezar a hacerlo en algún momento); pero sin rayar la obsesión y, sobre todo, la estupidez. Nadie debería tener una novia/o, trabajo o vida mejor por ser más guapo o más fuerte o más alto. Si alguien piensa que pagar 30.000 euros por cambiar su sonrisa es lo correcto, se equivoca y, además, si piensa que es normal, no puede obtener otro calificativo: es un auténtico gilipollas.

lunes, 28 de diciembre de 2009

HOSPITALET IS NOT BARCELONA



Mi amigo Berni, que se declara independentista catalán, es un tipo muy culto y agradable; con el que da gusto hablar y, desde luego, debatir. Es extremadamente leído y, además, creo (si el gin-tonic, que a menudo tomo cuando ando por Barna, no crea distorisión) inteligente. Desde el momento en que nos conocimos surgió química, y desde entonces siempre encontramos un rato para charlar, cuando cada cual pasa unos días en la ciudad contraria. Yo no soy indepentista; pero entiendo y comprendo a la perfección la postura de los que lo son, aunque, naturalmente, no la comparta. A pesar de todo, Berni y yo tenemos demasiados puntos de vista (políticos) comunes como para que el debate sea excesivamente intenso. Discutimos más sobre lenguaje que sobre política, además, ambos reconocemos la bandera republicana como nuestra y no otra, quizá Berni la catalana; porque él es muy catalán, aunque su madre sea cordobesa.

En realidad (y espero que Berni jamás lea esto), creo que a él la independencia le da un poco lo mismo. Opino que cuando habla de la independencia de cataluña (tema, por cierto, que se tendría que tener en cuenta y no tomarlo como una broma: estamos hablando de gente que siente legítima esa separación y que lleva luchando y relfexionando por y sobre ella desde hace muchos años, sin poner una bomba) de lo que realmente habla Berni es de una posición vital frente al mundo. Es un tipo listo, sabe que no van a conseguir la indepencia, que es prácticamente imposible; pero él habla de otra cosa. Esto lo descubrí en la víspera de San Esteban, antes de volver a mi querido Madrid. Tomábamos un wiski (por cierto, el catalán me invitó, que no se diga) y la conversación derivó hacia el pesimismo (punto común, de nuevo). Yo hablaba, como casi siempre, de la esencia malvada de los hombres y Berni dijo algo muy interesante: el problema es la comprensión. Tuve la sensación de que si a él lo comprendieran, si se hicera un esfuerzo por entender, por aprehender, Berni dejaría de ser independentista o, por lo menos, estaría satisfecho; porque ni es un idiota ni está loco ni debe ser tomado a menos por no sentir España como una realidad. Eso le duele.

Como Berni hay muchos y muchas en Cataluña. Por norma, son gente muy respetuosa y talentosa para la conversación y, por supuesto, nada aburridos. Por eso no comprendo por qué, cuando alguien va a Barcelona, en varias ocasiones, me comenta que ha tenido problemas en la ciudad: le han hablado en catalán o le han tirado mal una caña, lo mismo da. Siempre me sorprendo: lo normal es que se hable catalán en Cataluña, digo yo. La gente miente. Seguramente, pasó un día estupendo visitando la ciudad y, algún idiota y mal educado, no se dignó a hablar castellano, irritando al turista. Éste, que también es tonto, generaliza, y asume que todos los catalanes son así. Pues no. Y hablo por mí: nunca jamás he tenido problema con el idioma en Barcelona; siempre me han tratado con respeto y han cambiado al castellano cuando estoy sentado a la mesa (siete personas cambian por mí y sólo por mí). Claro, un servidor, sin ánimo de presumir, entiende bastante el idioma (tampoco hay que ser un genio; es romance) e invita a los comensales a hablar la lengua que gusten; si no entiendo algo, lo pregunto. Berni y yo tenemos una forma divertida de comunicarnos; él me habla en catalán y yo en castellano; no hay ,les aseguro, drama alguno.

Otro mito absurdo es pensar que los catalanes son genta aburrida. Hay catalanes aburridos, como hay madrileños coñazo e, incluso, aunque parezca increible, andaluces absurdos y tediosos. Los catalanes no son aburridos, lo que es aburrido (entre comillas) es Barcelona y ,en todo caso, deberíamos definir aburrimiento. No sé muy bien por qué, la ciudad es fantástica. Sin embargo, en mi opinión, Barna ha proyectado una imagen hacia el exterior de modernidad, coolismo, y modernez que, además de no ser correspondida ya con la realidad, es falsa. Parece que los catalanes no saben divertirse y yo, a más de uno, lo he visto bailar sevillanas y tocar las palmas mejor que un gaditano. En invierno, Barcelona cierra: no hay ni un sitio donde ir y si vas, claro, Barcelona es aburrida. Lo que pasa es que ningún turista tiene el despiste de pasarse por Hospitalet y alucinar en colores. Yo, de Madrid, me sentí en Vallecas. Tranquilo, cómodo y, oigan, ahí había juerga, mucha juerga. Esta gente es peculiar porque tienen una cierta esquizofrenia muy divertida. En Hospitalet, concocí a un independentista que era del Real Madrid: “Hala Madrid y visca Cataluña”, decía. También se se sentó a la mesa, un señor de unos 60 años, que estaba borracho. Lo primero que me llamó la antención es que llevaba un libro de Siruela, lo segundo es que: ¿no era demasiado mayor para ir tan borracho? Se levantó, porque se enteró que yo era de Madrid, y todo el tiempo restante que estuvimos en el bar, estuvo disculpándose por haber estado parlando catalán. Sí, es una locura, porque al tiempo decía que era un independentista medular. Más tarde Berta, filóloga catalana, me declaró, después de metenos caña (yo, filólogo hispánico, imagínense), que era una admiradora de Don Quijote. Eso sí, intentó colarme a Tirante el Blanco y hacerla pasar por semejante a la obra de Cervantes, pero terminó asumiendo el fracaso de su osadía. Es decir, que aquí, caballeros, nada sucede ni nada malvado se trama. La gente es gente, y si son medianamente inteligentes y respetuosos, incluso, con un poco de mala leche (para jugar un poco), todo se vuelve sencillo y enriquecedor.

Claro que las cosas no funcionan solas. Si un madrileño va a Barcelona insultando a los independentistas, lo acompaña con feos gestos y reacciones centristas, se lo comerán, del mismo modo, que si un catalán llega a Madrid y se cierra en banda con su independentismo a la espalda, lo mandarán a la mierda. Es un esfuerzo común y tomarse las cosas medio en broma, dialogar y comprender al otro, lo cual es bastante fácil, porque a todos nos priva el cocido y el pan con tomate. O como dice mi amigo Berni, sólo se trata de comprensión, tomar una cerveza y saber que (tal y como me dijo hace tres días) Hospitalet is not Barcelona.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

RESUMEN DEL ARTE CONTEMPORÁNEO




El vuelo del ave



















300.000 euros.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Los lugares felices



Los dos abuelos que me quedan son unos seres humanos entrañables. Me gusta estar con ellos. Quiero decir que ahora soy mucho más consciente de que la muerte espera en cualquier esquina y que, dentro de más bien poco, dejaré de verlos. Así es que intento disfrutar de su compañía lo máximo posible y, desde luego, de su conversación, si bien repetitiva y nostálgica, también amena y divertida. Normalmente, los temas estrella son la Guerra Civil (Franco incluido), la degeneración de los jóvenes y las infancias de sus nietos. Mi abuelo lo es menos, pero la yaya es una forofa de sus nietos. Es alucinante.

En la cena hoy tocó hablar de Zamora y sus veranos. Mi infancia vacacional transcurre, como imagino casi todas las infancias de verano, fuera de Madrid (este último animal mitológico llegaría después); dividida entre dos pueblos: Calafell (Tarragona) y Limianos (Zamora). Aunque, ciertamente, no siento devoción por el pasado, sí es cierto que recuerdo aquellos paisajes con cierta nostalgia: me veo rubio, gordito y, qué coño, más feliz.

La casa zamorana de mis abuelos se encuentra en lo alto de una ladera de montaña. Es la última casa del pueblo (más bien aldea) y, detrás de ella, se expande la inmensidad del monte. No hay civilización, sólo bosque. Nos contaban de chicos que no podíamos salir de noche porque los lobos bajaban al pueblo a comer gallinas y vacas; nosotros, que aquel día de verano fuimos piratas, superhéroes o pilotos de avión nada podríamos hacer sino creerlos y quedarnos en la casa. Eso sí, en la parte de arriba, Nacho, Alberto y servidor meábamos en un orinal  color azul celeste (el baño estaba en la era, fuera de la casa) y esperábamos a que dieran las siete para escuchar el sonido de los cencerros, señal unívoca: Jesús, nuestro amigo pastor, subía al monte a dar de comer a su ganado. Las mirábamos (a las vacas) extasiados a través de la ventana de metal de nuestra habitación. Era la hostia. Lo recuerdo como uno de los momentos más impresionantes del día (un momento verdaderamente feliz). Creo, incluso, que algún día (tal vez cuando fuimos grandes) bajamos a darles azotes con una vara (sacada de la rama de un árbol) en el culo.

Había chicas. Eso también lo recuerdo. Pero, pobres de nosotros, éramos los más pequeños del pueblo y jamás hubo posibilidad con ninguna. Roberto y Jesús, que eran los mayores y aventajados, se las llevaban de calle. Por lo tanto, mis primos y yo teníamos que conformarnos con un tirón de mofletes o, si la suerte nos miraba, una sentada en las rodillas de la nieta de Casilda (rubia, la recuerdo rubia y bonita). Cristina, la hermana de Germán, nos volvía locos; pero nada había que hacer. Estaba enrollada con Roberto, nuestro vecino de enfrente, el cual, para mantenernos contentos, nos fabricaba unas especies de pegatinas con dibujos de superhéroes..., aún puedo olerlas.

Había un árbol. Había un árbol con una polea que Jesús fabricó y una trampa en el suelo (un agujero cubierto de paja, maldita la gracia), que tenía como finalidad, aunque ya la imaginan, que toda persona ajena a la caseta se cayese. Un día (de verano, claro) Jesús apareció con una señal luminosa que había robado de la carretera. La pusimos sobre el árbol y por la noche lucía, amarilla, señalando nuestra propiedad.

Luz Divina se llamaba una mujer misteriosa que habitaba en la casa de al lado de Germán y Cristina, y en frente de la de Jesús (el pueblo ha de tener diez casas). Daba auténtico miedo. Hoy me recuerda a un personaje dibujado por Poe. Nos metíamos con ella y con sus atuendos, nos colábamos en su casa y huíamos, en realidad, muertos de terror. Luz Divina. Decía que los comunistas tenían cuernos..., son los restos de una Guerra Civil en una colina de un pueblo perdido de Zamora…

Al final de la cuesta, abajo del todo, justo en el lugar opuesto a la casa de mis abuelos, se hallaba una poza. Era verde, tenía musgo, fango y ranas. Siempre nos acojonaba la idea de caernos dentro, pero nunca nos pasó. Era un punto de referencia para quedar, la poza. Una vez me di un golpe con la bici y me estrellé contra la luna trasera de un coche que estaba aparcado alrededor de ésta. Ahí vi la intensidad de su color verde mugriento, el croar de las ranas demoníacas y el color negro de las babosas que habitaban en sus márgenes. Babosas que, en más de una ocasión, se nos pegaron al cuerpo como lapas y aprendimos a desprender quemándolas el costado. Cosas del campo.

Hay mucho más, pero escribo casi de manera automática y mi abuela Carmen hizo un alto en el camino (en la conversación) para explicarme que Cristina, la niña que a todos nos volvía locos, ya no es tan niña y que Jesús anda con muletas debido a un accidente de moto. Luz Divina murió y resulta que no estaba loca; si no que era discapacitada. La nieta de Casilda, tengo entendido, ha engordado demasiado y de Germán y Roberto, no se sabe nada, o se sabe muy poco. Mis abuelos van casi todos los veranos. Cristina les dijo que le haría mucha ilusión vernos de nuevo y celebrar una fiesta o tomar una copa (ya no quiere jugar al cinquillo en su cochera, en aquella mesa carcomida por la humedad y las termitas), contarnos qué tal nos va la vida. Por su puesto, he dicho que de ninguna de las maneras. No soy partidario de volver a los lugares felices; pues la vuelta a éstos significa la destrucción absoluta del recuerdo. Volver a ver a mis compañeros de la infancia puede ser doloroso, frustrante y, desde luego, extraño. No he sido nunca tan feliz como junto a ellos. Pero ahora. Ahora cada cual tiene su vida y la gestiona como puede, cree, o debe. Son reuniones de esas en las que se termina hablando de trabajo (del de cada cual) y volviendo pronto a casa. Volver por la misma cuesta por la que tantas veces se ha bajado riendo en monopatín con dos gin-tonics de más es la viva imagen de la tristeza y el desaliento. No se vuelve a los lugares donde se ha sido feliz. Nunca.

Le dije a mi abuela que no contara más, que no quería saber nada del asunto. Yo prefiero pensar que Luz Divina era la loca del pueblo, que nos perseguía para atizarnos con un bastón porque le hacíamos de rabiar. Que era una situación poética. Quiero seguir pensando que de tanto andar entre ellas sigo siendo inmune a las ortigas (no quiero volver, meter la mano, y que el brazo se me hinche), que la poza tiene ranas misteriosas y no sapos asquerosos. Que Cristina sigue con Roberto (se separaron) y que la nieta de Casilda nos sigue estrechando contra sus pechos adolescentes sin ninguna connotación sexual, sólo pureza. Que Jesús es aquel chico de pueblo, pastor, que nos llevaba al monte a cuidar de su ganado, que nos enseñaba cómo dormir a los polluelos y  esquivar a los gallos. Quiero seguir pensando en Germán y ver un chaval moreno y flacucho con el que compartía las tardes descojonándome de los lagartos de la serie de televisión V. Quiero seguir pensando, que aquella aldea, no es un pueblo más de la infancia de un niño rubio, gordito y torpe. Quiero que siga siendo un lugar feliz, por eso, y no por nada más, renuncio y renunciaré al regreso.

La clave

Cuando Dupin tomó el tren en Recoletos, pensó en su estancia en la biblioteca.

Casi había resuelto el misterio; sin embargo, el tiempo escaseaba. Debía llegar a la plaza en sólo una hora y la hazaña era del todo improbable. Recriminaba su método; pues tardó demasiado en dar con el supuesto asesino. Al pasar Atocha, cayó en la cuenta de que olvidó sus anteojos. Por fin, al llegar a Alcalá y contemplar la estatua, lo comprendió todo: la pequeña moneda incrustada bajo el tobillo de Cervantes reveló la clave final: el asesino había vuelto a matar.


viernes, 16 de octubre de 2009

El PESO INEVITABLE: SABINA Y TIRAMISÚ DE LIMÓN.

Uno adora a Sabina desde siempre. Mi infancia no hubiera sido la misma sin sus canciones. Tal devoción queda atribuida a mi padre, que ponía en la radio de un ford orion en los 90, mientras viajábamos a Barcelona casi todos los veranos, cintas y más cintas del escritor: el viaje, largo, se hacía más ameno.

Sabina es un referente para todo aquél que quiera hacer música en este inhóspito valle llamado España. Ningún escritor de canciones que se precie puede, a mi entender, desconocer, la discrografía básica del contante. La prueba fundamental es la siguiente: cualquier autor o banda moderna del panorama musical de hoy día (panorama musical espantoso, por cierto) se arranca un brazo por alcanzar la posibilidad de grabar un tema con Joaquín. Él puso banda sonora a nuestra vida y, seguramente sólo él y nadie más, sigue siendo un creador en el sentido más amplio de la palabra, pues sus contemporáneos, esto es, Ana Belén, Victor Manuel e, incluso, me duele decirlo, Serrat, se quedaron en la cuneta, hace muchos años. La excepción, sin duda, queda marcada en Miguel Ríos, que a sus sesenta, sigue dando candela, apreciando la música: nos hemos cansado de Mediterráneo y La Puerta de Alcalá. Sabina sigue haciendo temas, y eso es lo único que cuenta.

Ahora bien, Sabina tocó techo con 19 días y 500 noches. Es su mejor disco, es insuperable. ¿Plantea esto un problema? Pienso que ninguno, y creo también, que él lo sabe. Cuando yo me compré este disco, creo recordar, estaba en Canarias y lo escuché fervientemente en el hotel. Me lo bebí de un trago, es absolutamente perfecto: letras, música y producción; punto para Alejo. Éste es un disco tan redondo, tan maravilloso, que su perfección nublará, por siempre jamás, a sus posteriores. Por esa época leí una entrevista de Joaquín, cito de memoria, pero dijo algo que resulta extremadamente revelador: "Ya no puedo escribir mejor, estás líneas son las mejores que he escrito", y es cierto.

En noviembre estrena disquito nuevo, se llamará Vinagre y rosas, y el primer sencillo en la palestra es Tiramisú de limón, compartida con los Pereza (banda estupenda, que servidor, al princio, detestaba). La canción está bien, en mi opinión la letra es bastante floja, como hecha de un tirón y secillota. Nada que ver con Una canción para Magdalena, Y sin embargo, o Nos sobran los motivos. Es un tema que comienza con una lentitud empalagosa y que Pereza termina de poner en su sitio, un intermedio que recuerda a Loquillo y un final, algo extraño. Eso sí, como en todas las canciones de Joaquín, podemos encontrar una frase deliciosa : "esta noche estrena libertad un preso", pues las metáforas tipo tiramisú de limón, helado de aguardiente, tanquita de serpiente, son lo mismo de siempre y, aunque son suyas, made in Sabina, a mí me cansan, decepcionan por un lado, y por otro, me fascinan, porque eso espero de Sabina y nada más: puritana de salón.

No he escuchado el disco, pero imagino que irá por la misma línea. Deseo que llegue el día en que podamos comprarlo y corregir este escrito, que es reproche y adulación al mismo tiempo. Sé que el disco gustará, venderá muchísimas copias y, con suerte, a los niñatos de flequillo y pantalón caído amantes de pereza (y sólo de pereza, nada de rock aparte, de clásicos) comenzará a gustarles Sabina.

Espero que sea un buen disco, espero que destruya el peso inevitable de 19 días y 500 noches.

Pero esto, nunca sucerá.