miércoles, 9 de diciembre de 2009

Los lugares felices



Los dos abuelos que me quedan son unos seres humanos entrañables. Me gusta estar con ellos. Quiero decir que ahora soy mucho más consciente de que la muerte espera en cualquier esquina y que, dentro de más bien poco, dejaré de verlos. Así es que intento disfrutar de su compañía lo máximo posible y, desde luego, de su conversación, si bien repetitiva y nostálgica, también amena y divertida. Normalmente, los temas estrella son la Guerra Civil (Franco incluido), la degeneración de los jóvenes y las infancias de sus nietos. Mi abuelo lo es menos, pero la yaya es una forofa de sus nietos. Es alucinante.

En la cena hoy tocó hablar de Zamora y sus veranos. Mi infancia vacacional transcurre, como imagino casi todas las infancias de verano, fuera de Madrid (este último animal mitológico llegaría después); dividida entre dos pueblos: Calafell (Tarragona) y Limianos (Zamora). Aunque, ciertamente, no siento devoción por el pasado, sí es cierto que recuerdo aquellos paisajes con cierta nostalgia: me veo rubio, gordito y, qué coño, más feliz.

La casa zamorana de mis abuelos se encuentra en lo alto de una ladera de montaña. Es la última casa del pueblo (más bien aldea) y, detrás de ella, se expande la inmensidad del monte. No hay civilización, sólo bosque. Nos contaban de chicos que no podíamos salir de noche porque los lobos bajaban al pueblo a comer gallinas y vacas; nosotros, que aquel día de verano fuimos piratas, superhéroes o pilotos de avión nada podríamos hacer sino creerlos y quedarnos en la casa. Eso sí, en la parte de arriba, Nacho, Alberto y servidor meábamos en un orinal  color azul celeste (el baño estaba en la era, fuera de la casa) y esperábamos a que dieran las siete para escuchar el sonido de los cencerros, señal unívoca: Jesús, nuestro amigo pastor, subía al monte a dar de comer a su ganado. Las mirábamos (a las vacas) extasiados a través de la ventana de metal de nuestra habitación. Era la hostia. Lo recuerdo como uno de los momentos más impresionantes del día (un momento verdaderamente feliz). Creo, incluso, que algún día (tal vez cuando fuimos grandes) bajamos a darles azotes con una vara (sacada de la rama de un árbol) en el culo.

Había chicas. Eso también lo recuerdo. Pero, pobres de nosotros, éramos los más pequeños del pueblo y jamás hubo posibilidad con ninguna. Roberto y Jesús, que eran los mayores y aventajados, se las llevaban de calle. Por lo tanto, mis primos y yo teníamos que conformarnos con un tirón de mofletes o, si la suerte nos miraba, una sentada en las rodillas de la nieta de Casilda (rubia, la recuerdo rubia y bonita). Cristina, la hermana de Germán, nos volvía locos; pero nada había que hacer. Estaba enrollada con Roberto, nuestro vecino de enfrente, el cual, para mantenernos contentos, nos fabricaba unas especies de pegatinas con dibujos de superhéroes..., aún puedo olerlas.

Había un árbol. Había un árbol con una polea que Jesús fabricó y una trampa en el suelo (un agujero cubierto de paja, maldita la gracia), que tenía como finalidad, aunque ya la imaginan, que toda persona ajena a la caseta se cayese. Un día (de verano, claro) Jesús apareció con una señal luminosa que había robado de la carretera. La pusimos sobre el árbol y por la noche lucía, amarilla, señalando nuestra propiedad.

Luz Divina se llamaba una mujer misteriosa que habitaba en la casa de al lado de Germán y Cristina, y en frente de la de Jesús (el pueblo ha de tener diez casas). Daba auténtico miedo. Hoy me recuerda a un personaje dibujado por Poe. Nos metíamos con ella y con sus atuendos, nos colábamos en su casa y huíamos, en realidad, muertos de terror. Luz Divina. Decía que los comunistas tenían cuernos..., son los restos de una Guerra Civil en una colina de un pueblo perdido de Zamora…

Al final de la cuesta, abajo del todo, justo en el lugar opuesto a la casa de mis abuelos, se hallaba una poza. Era verde, tenía musgo, fango y ranas. Siempre nos acojonaba la idea de caernos dentro, pero nunca nos pasó. Era un punto de referencia para quedar, la poza. Una vez me di un golpe con la bici y me estrellé contra la luna trasera de un coche que estaba aparcado alrededor de ésta. Ahí vi la intensidad de su color verde mugriento, el croar de las ranas demoníacas y el color negro de las babosas que habitaban en sus márgenes. Babosas que, en más de una ocasión, se nos pegaron al cuerpo como lapas y aprendimos a desprender quemándolas el costado. Cosas del campo.

Hay mucho más, pero escribo casi de manera automática y mi abuela Carmen hizo un alto en el camino (en la conversación) para explicarme que Cristina, la niña que a todos nos volvía locos, ya no es tan niña y que Jesús anda con muletas debido a un accidente de moto. Luz Divina murió y resulta que no estaba loca; si no que era discapacitada. La nieta de Casilda, tengo entendido, ha engordado demasiado y de Germán y Roberto, no se sabe nada, o se sabe muy poco. Mis abuelos van casi todos los veranos. Cristina les dijo que le haría mucha ilusión vernos de nuevo y celebrar una fiesta o tomar una copa (ya no quiere jugar al cinquillo en su cochera, en aquella mesa carcomida por la humedad y las termitas), contarnos qué tal nos va la vida. Por su puesto, he dicho que de ninguna de las maneras. No soy partidario de volver a los lugares felices; pues la vuelta a éstos significa la destrucción absoluta del recuerdo. Volver a ver a mis compañeros de la infancia puede ser doloroso, frustrante y, desde luego, extraño. No he sido nunca tan feliz como junto a ellos. Pero ahora. Ahora cada cual tiene su vida y la gestiona como puede, cree, o debe. Son reuniones de esas en las que se termina hablando de trabajo (del de cada cual) y volviendo pronto a casa. Volver por la misma cuesta por la que tantas veces se ha bajado riendo en monopatín con dos gin-tonics de más es la viva imagen de la tristeza y el desaliento. No se vuelve a los lugares donde se ha sido feliz. Nunca.

Le dije a mi abuela que no contara más, que no quería saber nada del asunto. Yo prefiero pensar que Luz Divina era la loca del pueblo, que nos perseguía para atizarnos con un bastón porque le hacíamos de rabiar. Que era una situación poética. Quiero seguir pensando que de tanto andar entre ellas sigo siendo inmune a las ortigas (no quiero volver, meter la mano, y que el brazo se me hinche), que la poza tiene ranas misteriosas y no sapos asquerosos. Que Cristina sigue con Roberto (se separaron) y que la nieta de Casilda nos sigue estrechando contra sus pechos adolescentes sin ninguna connotación sexual, sólo pureza. Que Jesús es aquel chico de pueblo, pastor, que nos llevaba al monte a cuidar de su ganado, que nos enseñaba cómo dormir a los polluelos y  esquivar a los gallos. Quiero seguir pensando en Germán y ver un chaval moreno y flacucho con el que compartía las tardes descojonándome de los lagartos de la serie de televisión V. Quiero seguir pensando, que aquella aldea, no es un pueblo más de la infancia de un niño rubio, gordito y torpe. Quiero que siga siendo un lugar feliz, por eso, y no por nada más, renuncio y renunciaré al regreso.

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